REFLEXION MES DE MARIA 2013.
Fray Luis Andrés Cisternas Aguirre, ofm.
El acento
cristiano de los días previos del Mes de María estuvieron fuertemente marcados
por el evangelio llamándonos a la “justicia con los pobres” (Lc 19, 1- 10), al “desapropio”,
a la “pobreza” (Lc, 12, 13- 21), y al “abandono” (Lc 12, 22-32). Frente a estas
palabras no pude dejar de traer a mi corazón a la Virgen María y su canto de
acción de gracias, el Magníficat (Lc 1, 46- 56). Sin duda, todo este panorama evangélico
ha ido marcando mi oración y reflexión personal, en estos primeros días del mes
bendito en honor a nuestra Madre. El evangelista Lucas pone las siguientes
palabras en la boca de María: “Engrandece mi alma al Señor y mi Espíritu se
alegra en Dios mi salvador porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones
me llamaran Bienaventurada, porque ha hecho en mi favor maravillas el
poderoso…derribo a los potentados de sus tronos y exalto a los humildes. A los hambrientos colmo de bienes y despidió a los ricos sin nada…” (Lc
1, 46- 49. 52- 53).
El pasaje
evangélico que nos narra la experiencia de Zaqueo con Jesús (Lc 19, 1-10),
fueron las primeras palabras que comenzaron a iluminar este mes de María. Nos
dice, el mismo evangelio que Zaqueo es jefe de publicanos y rico, lo que nos
hace pensar en la actitud vital que adoptamos cuando poseemos riquezas y
bienes, los cuales normalmente han sido adquiridos por el camino del
emprendimiento, la competitividad y la efectividad, términos que en nuestros
días parecen ser muy común en el plano de nuestro desempeño académico, laboral,
pastoral, e incluso espiritual. Si bien estos medios para lograr el éxito
pueden ser en ocasiones muy útiles para nuestra vida y sus necesidades
inmediatas, sin embargo, poseen al mismo tiempo un gran peligro, esto es,
ayudar a cultivar nuestro ego. Porque cuando poseemos o nuestra vida está
orientada hacia ese fin, estamos en riego, pues podemos vivir desde lo que no
somos y al mismo tiempo olvidarnos de los demás. Cuando poseo algo, sea lo que
sea, probablemente comenzare a identificarme con aquello, olvidando quien soy
de verdad, una creatura, para pensar y fantasear con mi identidad. Además, el
saberme poseedor de riquezas, cualquiera sea su naturaleza, ira creando en mi la
idea de ser una persona capaz de alcanzar cualquier cosa que se proponga. Así,
inconscientemente y sutilmente comenzamos a fantasear incluso con la idea de
ser como dioses. Entonces, por la misma razón ya no solo vamos a identificarnos
con las riquezas que poseemos sino también estas nos irán absorbiendo cada vez
más, quitándonos tiempo y espacio concreto de nuestra vida, para dejarnos en la
actitud propia del ego, el ensimismamiento, que pondrá como prioridad exclusiva
al yo y sus cosas. De esta manera, nuestro corazón ya no nos pertenece porque
nos hemos desconectado de él, pues si bien estamos ensimismados pero no siendo
nosotros mismos. Sin ser nosotros mismos, pues vivimos en el ego, en aquello
que no somos, también olvidamos nuestro verdadero lugar en medio de la
creación. Lejos de ser hermano establezco relaciones desde mis criterios,
pautas y utilidades, situándome en el centro del universo, y olvidándome de
quienes me rodean. Por esta razón, lo común, por ejemplo, se vuelve privado y
exclusivo. Por todo lo dicho anteriormente, me llama profundamente la atención
el actuar de Zaqueo. Sin entrar a
cuestionar, su deseo de ver y tener un encuentro con Jesús, pareciera que
también su baja estatura y su calidad de poseedor de riquezas, le impulsan al
encuentro meritorio. Quizás es él quien quiere encontrar a Jesús pero no ser
encontrado el por Jesús. En otras palabras, Zaqueo quiere tener un encuentro
con Jesús desde arriba. Quiere tener
al merito, propio del hombre rico y de negocios que es emprendedor, efectivo y
competente, como su único salvo conducto. Sin embargo, Jesús lo llama a bajar, ya que él (Zaqueo) “se
adelantó de una carrera y se subió a un árbol
para verlo, pues iba a pasar por allí” (Lc 19, 4). Jesús no quiere
encontrarse con nosotros desde lo que no somos, desde el merito, el éxito o los
diversos mecanismos que hemos ido creando desde nuestra infancia para
instalarnos en nuestro medio, u ocupar un lugar y ser valorado por los demás.
Por ello, las palabras de Jesús a Zaqueo cobran en esta nuestra realidad, una
fuerza especial, pues tocan nuestro ego que se resiste a ser dejado. Volvamos a
traer al corazón las palabras del Señor, y tan solo dejemos que ella misma con
su fuerza iluminadora y transformadora llegue hasta nuestro ego. “Jesús llegó
al sitio, alzó la vista y le dijo: Zaqueo, baja pronto, porque hoy tengo que
hospedarme en tu casa” (Lc 19, 5). De esta manera, encontrarse con Jesús desde
abajo significa presentarme ante él como creatura, es decir, reconociendo que
he sido pensado, amado y creado por Dios, y que por lo tanto dependo de él.
Encontrarse con Jesús desde abajo también significa reconocer mi finitud ante
el infinito. Encontrarse con Jesús desde abajo también es reconocer como venidas
y dadas por Dios todas aquellas virtudes y talentos que mi vida posee para solo
adjudicarme mis heridas, debilidades y pecados. Esto último es de suma
importancia pues si contemplamos los distintos pasajes evangélicos podemos ver
como Jesús tiene un verdadero encuentro con aquellos hombres y mujeres que
reconocen la pobreza, enfermedad y
necesidad personal. Todo lo contrario a esta actitud de vida es el orgullo y la
autosuficiencia que no nos permite reconocernos dependientes y necesitados de
otro, de Dios y de los hermanos. Por último, encontrarse con Jesús desde abajo
significa también tener una atención y cuidado efectivo con aquellos que están
debajo de nuestro sistema social, por la pobreza, la salud, la drogadicción y la sobreexplotación.
La virgen María
pareciera estar en una profunda consonancia con todo lo que hemos reflexionado
anteriormente. Con razón, en la oración inicial del mes, le pedimos su ayuda
para que nos enseñe a “cultivar la humildad” flor querida para ella. Y esto no
podría ser de otra manera, ya que la Virgen María vivió constantemente
acompañada por esta virtud, la de la humildad. Pero ¿qué es la humildad? Para
responder esta pregunta nos puede ayudar, como mencionaba al inicio, contemplar
a María en el Canto del Magníficat. Pero lo primero que podemos decir, es
aquello que no es la humildad, pues ella no es “el descontento de sí mismo, ni
siquiera la confesión de nuestra miseria, de nuestro pecado o de nuestra
pequeñez. En el fondo, la humildad supone que se mira a Dios antes que a uno
mismo y que se mide el abismo que separa el finito de lo infinito” (Lafrance, 1990,
p. 106) Por lo tanto, la humildad no tiene que ver con esa actitud de
inferioridad mezclada con un cierto servilismo, sino el reconocimiento de otro,
en este caso de Dios. María reconoció la mirada de Dios sobre ella, y en
humildad decidió vivir bajo esa mirada que la había creado, y de quien recibe
toda vida. Por eso, “cuando un hombre ha descubierto que Dios es Dios, que él
es todo, no puede menos que confesar su nada. Para llegar al todo, decía San
Juan de la Cruz, debes pasar por la nada” (Lafrance, 1990, p. 104). Entonces, la
humildad es reconocerte creatura de Dios, salido de él y por ende, dependiente
de él pero a la vez libre. Por el contrario, si tú no has llegado a este
encuentro con el Creador de una manera existencial y afectiva, seguirás
viviendo en aquella fantasía de querer ser como Dios, enfatizando la autonomía
mal entendida y manteniendo una relación asimétrica con el resto de los hombres
y las creaturas. Esos orgullosos, reyes
y ricos de los que se mencionan en el Magnificat, son aquellos faltos de la
experiencia de la humildad, que carentes de aquel reconocimiento comparten, en
este caso, las consecuencias sociales de no tener al Evangelio y por último a
Dios como aquella utopía de identificación de amor. Asimismo, cuando no
hemos reconocido la paternidad de Dios, de la cual dependemos porque de él
recibimos el don de nuestro ser, la vida con sus talentos, las sorpresas con
que a diario nos maravilla, las personas con las que compartimos la vida y la
hermosura de la creación; corremos el riesgo de usurpar el lugar de Dios. En
este sentido, la Virgen María con su humildad nos enseña a vivir la fraternidad
en medio de un mundo que fácilmente compite, excluye o ejerce relaciones de
poder para con los más débiles y postergados. Por ello, en este sentido los
cristianos somos invitados a reconocernos hijos adoptivos de Dios, dependientes
de él, y desde esta realidad de configuración con el Hijo Unigénito de Dios,
ser también co-creadores con Dios, tal como lo es Jesucristo, Nuestro Señor.
Por lo tanto,
todo este itinerario desde su transformación interior también supone un ir
construyendo el Reino aquí y ahora, ese Reino que un día viviremos en plenitud.
En otras palabras, el humilde en su relación existencial y afectiva con Dios,
lo es también en el plano social, pues no creer ser más de lo que es para desde
allí relacionarse con los hombres y la creación. Esto es como decir que, quien
se siente creatura e hijo de Dios, difícilmente creerá que los bienes que la
hermana tierra produce son de exclusividad para algunos pocos, o que éstos
pueden ser explotados. Cuando Dios nos impulsa a la humildad, ésta no se queda
en un simple sentimiento piadoso o intelectual, sino que integra todas nuestras
dimensiones humana, la existencial, afectiva, psicológica, sentimental, y
social.
Por último, volvamos a decir, “la humildad está en
relación con la medida de nuestra intimidad con Dios… María tenía sobre todo la
humildad de la confianza que va mucho más allá que la simple sumisión, en el
sentido de que se adhería amorosamente, como a su Hijo, a todo querer del Padre”.
Por ello, nosotros recorramos este mes, preguntándonos en oración ¿Cuál es tu
voluntad Padre para mi vida? ¿Cuál es tu voluntad Padre para nuestro país?
¿Cuál es tu voluntad Padre para nuestra Iglesia?
Buen inicio del
Mes de María, aprendamos de su humildad...
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